Cronwell Jara: “Mi cuento debe ser una cajita musical”

Cronwell Jara Jiménez ha escrito más de veinte libros, que van desde la poesía hasta literatura infantil. (Foto: Handrez García)
Cronwell Jara Jiménez ha escrito más de veinte libros, que van desde la poesía hasta literatura infantil. (Foto: Handrez García)

Cronwell Jara Jiménez (Piura, 1949) recibirá el Premio Casa de la Literatura 2019  “por su sobresaliente capacidad para representar la experiencia del migrante en nuestro país a través de un lenguaje que interpela y trastoca al lector”. La obra del escritor piurano es tan amplia como diversa y ha transitado por la poesía, el cuento, la novela, el teatro y los guiones de cine.

En esta entrevista realizada en cuatro sesiones en los meses de enero, febrero y marzo de 2019, el autor de Montacerdos (1981) nos comenta sobre sus preocupaciones literarias, la génesis de algunos de sus cuentos, su labor como tallerista, sus influencias, los autores que admira. Jara Jiménez se encuentra trabajando en su próxima novela, que se enfocará en sus años estudiantiles en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

¿Cómo ha tomado usted este reconocimiento?
Bueno, debería estar muy contento, ¿no? Pero inmediatamente pienso en mi padre, en mi madre, en mi abuela. Me agarró una inesperada tristeza, porque que si ellos estuvieran correrían a abrazarme como lo han hecho antes cuando ganaba premios. Entonces, al no sentir esa presencia, ese vacío, puchica, se me cayó por ahí una lagrimita. Debería estar alegre y creo que sí, en el fondo estoy contento, pero no están ellos. Pero más bien pienso en la gente que me acompaña con frecuencia, que son los amigos. Es muy importante la amistad para mí. Pienso en Cecilia (Granadino), mi amiga, mi compañera, mi amante, mi confidente. Y en los amigos Yoshiro Chávez, Johnny Barbieri, Lu Zuñiga, en mi sobrino Jobito Jara. El reconocimiento no lo veo tanto por mí sino para los lectores y amigos que me felicitan.

¿Usted ha nacido escritor o se ha ido haciendo escritor?
Mis padres y mi abuela me hicieron escritor. Los escuchaba desde que tengo uso de razón: los sábados y domingos cuando se reunían antes del desayuno y cada uno en su cama contaba historias. Contaban cuentos sobre el puma, sobre bandoleros, sobre peleas, sobre la vida los pájaros, la vida de la serpientes en la sierra o de los pantana calzón o campana calzón, los bandoleros de Huánuco…o de la primera vez que en la historia de Huánuco llegaba un gramófono, y la gente corría a ver dónde estaba la orquesta. O sea, esas cosas que tenían que ver con el destino, la vida, la muerte, aventuras, batallas…todo eso me formaron. Porque todo esta tan bien dicho, tan bien narrado, y, además, tenían su parte de picardía. Sentí que eso debería escribirse y me salió instintivamente.

¿En qué momento decide trabajar las narraciones orales y convertirlas a cuento?
Ya escribía desde los ocho o diez años, pero con doce o trece me dije por qué no escribo estas historias que me parecían tan bonitas. Me prometí a mí mismo llevarlas a cuentos. Así como leía historias similares en las obras de López Albújar o en Los perros hambrientos, de Ciro Alegría. Mi papá cada cierto tiempo me preguntaba qué quería ser y yo le dije un día: “ya decidí. Quiero ser escritor”. Entonces, alto él, yo a los trece años, me puso su manazo en el hombro y me dijo: “carajo, yo te voy a apoyar. He conocido a López Albújar. He conocido a algunos escritores, los he escuchado y yo te voy a apoyar”. Nunca me molestó. Eso sí, de ahí en adelante y, cada que escuchaba a mi abuela, empecé a apuntar palabras, giros, refranes, dichos que me gustaban… y tengo el cuaderno hasta ahora ahí. También apunté historias que me gustarían narrar. De estos cuentos lo primero que salió fue Hueso Duro y, después, Las huellas del puma.

 

De Piura a Lima

Cronwell Jara nació y vivió sus primeros años en el barrio de Buenos Aires, en Piura. Allí creció junto a sus padres y a su abuela Ruperta Calle Carnero. Hasta que a los seis años su padre decidió que se iban a mudar a Lima. El escritor retrata el doloroso adiós de aquel primer hogar en su novela breve Cabeza de nube y las trampas del destierro, cuyas páginas están marcadas por la nostalgia y la violencia.

¿Recuerda cómo fue la llegada al barrio de Mariscal Castilla en el Rímac? 
Llegamos (de Piura a Lima) en la agencia la Cruz de Chalpú. Mi padre nos recogió y nos llevó a Ciudad y Campo, a la casa del señor Pizarro, quien tenía su hija Gloria. Ella era profesora de niños y ahí nos enseñaban las primeras letras. Me acuerdo que estábamos ahí, hubo un temblor y salimos corriendo. Mi hermano y yo nos reíamos. No sabía qué eran los temblores fuertes. Toda la gente salía se arrodillaban, lloraba. En esos días mi padre nos dice: “ya no van a estudiar aquí. Nos vamos a fundar un barrio”. Y aparecimos en Mariscal Castilla. Ahí nos quedamos entonces a vivir. Por las chacras las calles estaban enlodadas y había muchos mosquitos. Todo eso lo evoco y describo en Montacerdos, que me retrotrae a mi niñez. Nosotros éramos felices jugando en el lodo, y a ese mundo es al que llega Yococo (protagonista de Montacerdos).

 

Años en San Marcos

Durante más de diez años, Cronwell Jara se paseó por el Patio de Letras de San Marcos. Ingresó a la Facultad de Letras en 1971, donde estudió Literatura. Tuvo entre sus maestros a Antonio Cornejo Polar, Francisco Carrillo, Tomás Escajadillo, Wáshigton Delgado, Hildebrando Pérez Grande, Marco Martos, José Antonio Bravo, Francisco Bendezú, entre otros. En esos años se nutrió de lecturas e inició su carrera literaria.

Para usted, ¿qué significa San Marcos y los años que pasó allí?
San Marcos me transformó la vida. Yo quería ser autor de libros y lo estoy logrando. Lo hermoso es que sin San Marcos sería una persona muy ruda, tal vez muy chabacana. Tal vez sería pintor, porque siempre quise ser pintor. Hasta los 26 años pintaba y seguramente me hubiera desarrollado como pintor y periodista. San Marcos afinó mi espíritu, me dio otro niveles de cultura, me elevó culturalmente, me estimuló a lecturas que de no haber estudiado allí no hubiera conocido. No habría leído a Garcilaso de la Vega, Faulkner, Hemingway o Raymond Carver.

¿Qué lecturas fueron importantes para su formación como lector?
Cuando Paco Carrillo nos muestra, en el curso de literatura inglesa, Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, pude apreciar el lado grotesco, carnavalesco, grosero, chocarrero, burlón, irónico, jodido. Esos cuentos son jodas, son burlas, que se rebelan contra lo que fue el medioevo. Yo dije “así quiero escribir”. Así está mi novela Patíbulo para un caballo, y así es mi fortaleza, apoyándome en ese modo de ver el mundo. Luego aparece Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, después Kafka y ya con toda esa literatura dije voy a modelar mi manera de ver el mundo, pero también con Dostoyevski, ese lado psicológico o también con Lewis Carroll el lado de las pesadillas, porque Alicia en el país de las maravillas es la visión de una pesadilla, ese lado onírico de pesadilla quiero meterlo en mi literatura, yo soy hechura de eso.

En cuanto a literatura peruana de dónde bebió, de dónde tomó…
Nunca voy a menospreciar a Congrains, más bien Diez Canseco me gustaba más, con El Trompo. Lo he leído varias veces, pero ya estaba escrito Montacerdos, que es una escritura muy intuitiva. Pero a mí me deleitaba Ciro Alegría, me emocionaba con El mundo es ancho y ajeno, Me emocionaba con Los perros hambrientos, con La serpiente de oro. De su obra he sacado nombres de personajes. Florinda de mi Hueso Duro es la Florinda que yo saqué de La serpiente de oro.

¿Cuáles eran sus afinidades literarias?
No fue parte de mi vida García Márquez, en los inicios, hasta cuando ya tenía escritos varios cuentos. Porque más bien tenía las ganas de tratar de escribir como Chaucer, por ejemplo. De Arguedas el cuento que más me gustaba era Warma kuyay. El autor que también me encantaba y me encandilaba era Eleodoro Vargas Vicuña…ya no recuerdo a otros.

¿En poesía qué leía?
Leía especialmente los del Siglo de Oro español, los haikus, y a los poetas chinos. Quería aprender la escritura japonesa, la escritura china, estaba apasionado seguro de que iría alguna vez a Japón, seguro de que iría a la China y aprendería más. Busqué eso, pero también como el patio de Letras era un caos, había los amigos que estaban ya leyendo a François Villon, a Rimbaud, al Conde de Lautréamont. Y otros decían tenemos que leer a Walt Whiltman y yo leía todo eso que venía. Nunca tuve una clase sobre François Villon o sobre Las iluminaciones de Rimbaud. Me gustan mucho las biografías y buscaba las de Rimbaud y Lautréamont. Leía Los cantos de Maldoror. Esas han sido también influencias para mi prosa.

 

Creación

En 1979, los reflectores del ambiente literario enfocaron a Cronwell Jara. Ese año ganaría el Premio José María Arguedas con el relato Hueso Duro, la historia del triángulo amoroso de Celedonio Rojas, Pancho Carnero y Florinda. Este relato ya mostraba algunos de las características de sus primeros cuentos como el lenguaje poético, la violencia como eje dramático y la narración desde el punto de vista de un niño.

“Hueso duro” es el cuento con el que recibe el premio José María Arguedas…
Sí, un premio que para mí resulta en el recuerdo muy importante. Cuando ingresé a San Marcos hubo un concurso en el ciclo básico y gané esos juegos florales con el cuento “El cojo Juan”. Como quemé los cuentos de esa época allí se debe haber perdido este cuento y no lo encuentro. Quemé todo en el 72 o 73 y dejé de escribir hasta el 78 cuando sentí que tenía las técnicas, los conocimientos e intuía que podía escribir mejor. Un amigo me dijo que si podía pasarle un cuento para una revista y le dije “lo tengo en mi casa”. Le mentí, pues todo lo había quemado. En mi casa como un loco me puse a escribir y salió Montacerdos. Como era muy extenso, tenía 28 páginas, me dijo, “no jodas pues, tráeme algo más breve” y le di “Hueso duro”. Me dijo que era muy largo, pero muy bueno.

¿”Hueso Duro” está basada en un suceso real?
Tiene una base real. Mi abuela siempre me contaba que había un campesino Rojas, que tenía una fuerza de seis hombres. Un día no faltan los envidiosos que quieren matarlo para quitarle sus tierras —era la forma de convivir en esos años 30, 35— y le clavan un puñal en la oscuridad por el Camino Real. Saca su machete y comienza a darles a todos y los hace correr. Se escaparon. Era fuerte, parecía que no moría el hombre, pero él llega herido a la casa y le dice a la hermana: “me han clavado un puñal”. Ella dice: “déjame que te lo saque”. “No, no me lo saques”, le responde él y no le sacaron el puñal. Sobrevivió un día, dos días, y de ahí muere desangrado. Esa idea se quedó en mi cabeza y entonces cuando Américo Mudarra me dice “tienes que hacer un cuento” y yo le dije: “sí, lo tengo”.

En esa época estaba enamorado y la chica no me hacía quecos, entonces me sentí mal, menospreciado. En mi casa solté mis ganas de contar una historia y conté la historia del hombre apuñalado. Y la razón por la que lo apuñalan es porque estaba con una mujer que le gustaba a otro. Salió solita la historia. Si me preguntas sobre el lenguaje y todo lo demás, no entiendo. Igual fue como Montacerdos, todo un vértigo que surgió de la historia de los niños que juegan a montar cerdos y todo lo demás. Esa historia yo la viví, pero quien la cuenta es una niña. Wáshington Delgado había dicho que la mejor literatura, la que más conmueve, es aquella contada por una persona inocente y generalmente es un niño, esa fue mi clave.

¿Montacerdos es real?
Claro, era tan real como los cerdos que estaban en los alrededores de la acequias, entre los fangos.

En una entrevista cuenta que la novela Patíbulo para un caballo fue un laboratorio donde práctico las técnicas literarias, ¿fue así?
Ahí me dije: “aquí vas a aplicar todas las técnicas que escuchaste y que has entendido”. Entonces, ya avanzo y así hice en tres meses Las huellas del puma. Tenía tantas ganas de escribir seguro. Me acuerdo una etapa muy bonita, que me costó un surmenage al final de acabar Las huellas del puma, que me jodió la vida, me reventó como dos, tres años que dejé de escribir porque no podía estar a luz del sol, no podía ver una letra, me quemaba por dentro como un flash y me puso los nervios de punta. Era para matarse, tenía miedo de pasar por los puentes porque me quería lanzar. Yo hacía la pelea, decía: “tengo que escribir, tengo que seguir”. Parecía imposible salir de eso, pero salí, creo que salí.

Los títulos de sus obras son muy ingeniosos, ¿qué título le pondría a su vida?
Piajeno. Piajeno en mi barrio de Piura es el burro que te ayuda a subir y cabalgar cuando estás cansado. El “pie-ajeno”, de ahí viene la palabra. Yo me pongo como burro porque estoy hecho para la lucha, para llevar carga, fuerte, jodidísima, yo mismo me pongo a veces los problemas encima para salir de ellos. Hacer Patíbulo (para un caballo) me costó mil y un penurias y el surmenage que casi me mata, pero de ese laboratorio salí bien y me ha servido para siempre. Jamás voy a olvidar esas técnicas, y esa manera de sentir, de ver, de narrar, y que me están sirviendo ahora para hacer la novela que ya acabé y la estoy corrigiendo sobre el patio de Letras de San Marcos.

¿Qué es el cuento para usted?
El cuento para mí es una suma de estructuras dramáticas, a través de diferentes acciones o escenas dramáticas, donde los personajes se desplazan, luchan, se aman, se despedazan, batallan y tienen un inicio dramático y acaban posiblemente con una sorpresa dramática. Eso para mí es lo esencial en el cuento, pero todo eso se debe de contar en base a un profundo sentimiento a unas ganas de decir la historia. Apoyándonos en el sentimiento de la nostalgia posiblemente, y sin perder el sentido de la tensión dramática.

¿Cuál es su regla de oro para escribir un cuento?
Una de las claves del cuento es partir con una emoción dramática y redactar en tono poético. No hacer poesía, sino escribir en tono poético, como si el cuento fuese un poema que merece nacer y darte un universo que deslumbre. Mi deseo es que deslumbre a los demás, que guste, que estremezca, que motive reflexiones, que motive filosofías, y que cause mucho sentimiento y que sorprenda, que sorprenda de mil formas porque para eso hay las técnicas para finalizar cuentos, y entonces así hago yo mis cuentos. No puedo escribir si no estoy deslumbrado previamente por lo que voy a escribir, y si no estoy motivado, emocionado por lo que voy a escribir, si es que no tengo previamente en mi cabeza la historia que voy a redactar y si es que no tengo un tono emocional poético para escribir, no puedo hacerlo. Tengo que tener ese tono emocional poético y si es posible un tono melódico. Mi cuento debe ser una cajita melódica, una cajita musical.

 

Talleres

En una entrevista en 2001, en el suplemento Domingo de La República contaba que desde 1987 había realizado más de 300 talleres por todo el país. Ahora, 18 años después, sigue viajado a cada rincón del Perú con su taller de técnicas literarias para escribir un cuento. No hay una cifra de cuántos alumnos han seguido su curso, pero sí figuran entre sus estudiantes más destacados el narrador Sergio Galarza y Pedro Ugarte Valdivia, ganador del Premio Copé de Cuento, entre muchos otros.

¿Por qué decidió dictar talleres?
Porque yo no quise trabajar en San Marcos, mi alma máter. Debí hacerlo y puedo decir que me arrepiento. Pepe Bravo me dijo un día: “Cronwell yo quiero que seas mi jefe de prácticas, por favor, acepta”. Y le dije: “no, Pepe”, porque yo era tímido. Entonces dije: “no soy para dictar”. Pero en el 85 ya empiezo a dictar talleres de narrativa en la ANEA (Asociación Nacional de Escritores y Artistas). Ya había ganado el Premio Copé de Cuento. En ese entonces no habían talleres en ningún lugar de Lima y, entonces, mi taller comenzó con multitud con mancha, con gente.  

 

Generación del 80

La generación narrativa del ochenta está marcada por dos eventos: la antología En el camino, realizada por el escritor Guillermo Niño de Guzmán y el famoso encuentro de escritores en el Hotel El Pueblo, de 1989, donde muchos de los escritores que por esos años comenzaban a publicar cuentos se reunieron, entre ellos estaban: Mario Suárez Simich, Mario Bellatin, Mario Choy, Dante Castro, Mariella Sala, Pilar Dughi, entre otros.

Entre los escritores que publicaban en los ochentas cada quien tenía sus propios intereses… 
Sí, todos teníamos en común las ganas de escribir, las ganas de hacer libros, las ganas de publicar en una época en que ninguna revista publicaba cuentos. No quiero reconocerlo, pero me daba cuenta de que me veían de otro modo. La gente ya empezaba a ver que yo, alguien tan cotidiano para el patio de letras, tan callado, tan opaco, de repente salía exitoso ganando premios, salía exitoso ganado el José María Arguedas o el Enrad Perú con El rey momo Lorenzo, y luego con la repercusión que tuvo Montacerdos. Los escritores más jóvenes me buscaban para que les diera mis opiniones.

Con los temas que se manejaban en esos años, ¿cómo se ve dentro de esa generación?
Mira, ellos empezaban, tenían unos diez años menos. Toda mi vida me había preocupado por hacer carrera de cuentista, de escritor, por tratar de entender las técnicas. En ese momento ya tenía sólidos conocimientos de lo que eran las técnicas para escribir lo mío.

Usted tenía la posibilidad de solo se dedicarse a escribir…
Pero aquí había un riesgo. Ya pasaba de los treinta años y tenía que vérmelas. Tenía que poner todo mi empeño para hacer bien el trabajo. Si me moría de hambre, era mi riesgo, pero felizmente salieron los guiones de cine y los talleres. Y como aparecían ya mis libros, estos se vendían y me daba. Siempre me da para tener más o menos para el diario. Tengo trabajo y he tenido ahorros. 

 ¿Concibe su vida fuera de la literatura?
Es que yo me veo en mi camino normal. No me veo a diario como escritor. Soy una persona más en la calle, soy un amigo más que conversa. No me gusta la pose del escritor, no me gusta que me vean como escritor, me incomoda más bien. Y cuando estoy en los buses, o en los taxis y, por ejemplo, mi compañera Cecilia me dice, “porque tú con tus libros… tú como escritor”, yo le digo: “Cecilia, ya te he dicho veinte mil veces, no me llames escritor. No soy escritor, no me hables como si yo fuera el escritor”. Porque la gente voltea a ver quién es ese escritor, y ese plan no me gusta. Esté donde esté, en cafetería, en cualquier lugar, no me gusta que me traten de esa manera, porque siento que se falsea la amistad.

¿Cuál es la mayor satisfacción que le ha dado la literatura?  
Ver a mi mamá, a mis viejos, a mi abuela, contentos.  Era lo que más alegría me daba. Cuando gané el Copé de cuentos llegué a mi casa sin saber que había ganado. Abro la puerta una noche, entro a la casa, mi papá tremendo, más alto que yo, levanta sus brazazos. “Hola”, me dice, me palmotea la espalda. Dije: “¿qué raro?, ¿qué pasó?”. “Has ganado un premio”. “¿He ganado un premio?”. Ahí mi papá me lo dijo y me emocionó porque soy su hijo y me mantenía. Él había confiado en mí para que me hiciera escritor. Me alegró muchísimo que él supiera… mi mamá contenta, aunque nunca fueron a ver si me daban el premio o no. Ese día yo estuve solo. No me gusta compartir con mi familia si gano premios.

 

 

Ceremonia de entrega del galardón

La ceremonia de entrega del Premio Casa de la Literatura a Cronwell Jara Jiménez se realizará el jueves 25 de abril de 2019, a las 7:00 p.m.