Discurso de Rossella Di Paolo, Premio Casa de la Literatura 2020

La poeta Rossella Di Paolo recibió el premio Casa de la Literatura Peruana 2020. (Foto: Handrez García/ Casa de la Literatura Peruana)
La poeta Rossella Di Paolo recibió el premio Casa de la Literatura Peruana 2020. (Foto: Handrez García/ Casa de la Literatura Peruana)

El martes 20 de octubre la poeta Rossella Di Paolo Ferrarini recibió el Premio Casa de la Literatura 2020. A continuación compartimos el discurso que leyó durante la entrega del galardón.

 

Por Rossella Di Paolo

Recibir un premio relevante como este en tiempos tan duros puede parecer un contrasentido. Infectados y muertos caen de un lado y de otro por el COVID-19. En el Perú esto viene siendo particularmente grave, por las malas condiciones sanitarias que arrastramos hace siglos.

Estoy aquí para agradecer a la Casa de la Literatura Peruana por su enorme generosidad en la persona de su directora Milagros Saldarriaga, y en el grupo humano que trabaja con ella. Agradecer asimismo un precioso presente conmemorativo, obra de la artista Irma Poma, de Junín: un mate burilado con escenas sobre mi vida y mi trabajo. Casi el Aleph de Borges… pues recorrer con los ojos su superficie podría revelar más de mí que todo lo que yo pueda decirles.

Agradecer también a mi esposo, a mi familia, a mis amigas y amigos, a mis maestros y a los poetas que son, o han sido, en nuestro país o en otros puntos geográficos, y que me han dado un empujoncito o un palo en la cabeza para que yo esté aquí en estado de sorpresa, rodeada por el afecto de esta Casa y de todos ustedes que me quieren convencer de que un premio de tanta importancia no se siente extraño entre mis manos.

Casa de la Literatura Peruana… recuerdo cómo me gustó ese nombre sencillo, cálido, doméstico, que llevaba a imaginar puertas abiertas, escaleras que conducían a habitaciones iluminadas y muchos libros.

De pronto, deseo compartir mi emoción respecto de una casa. Mi familia puede dar fe de mi evocación constante, casi obsesiva de la casa donde crecimos mis hermanos y yo. Una casa en Santa Beatriz, con sus persianas de madera y sus libros, y un jardín donde jugábamos con una pelota que aterrizaba siempre en el patio de la vecina; un jardín además que tenía una parra que era nuestra ola gigantesca cuando imaginábamos estar en la playa. Con habitaciones que nos vieron caminar y hablar, y leer y escribir por primera vez, y en mi caso arrodillada sobre el piso de madera porque así podía sentir que mis pequeños cuentos y dibujos eran parte de nuestros juegos. Una casa que seguí visitando en sueños aunque ya nos hubiésemos mudado a otra, cuando yo tenía 12 años, y que buscaba siempre con la mirada cuando pasaba cerca. Hasta que una noche descubrí con estupor que la habían tirado abajo. Mi casa me había abandonado, se me había muerto. Me agaché para recoger un pedacito de pared. Aquí está, en este vaso, y fantaseo con que a partir de ese mínimo escombro mi casa se está reconstruyendo en algún lugar con mis hermanos bajando y riendo por el pasamano de su escalera. Mientras volvía del desastre, recordé el poema de Leopoldo Chariarse: La casa blanca hasta en sueños/ traía la yedra/ barca irrumpiendo a través de las flores/ como una nube en el calor del verano/ la habrán hundido/ le habrán arrancado los ojos. (“El verano y la casa”).

 

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El que haya sido una Casa la que me otorga este premio me llena de honor y maravilla. Una Casa con cuya larga escalera también se puede jugar, pues grada sobre grada suben y bajan versos de nuestros poetas; y sus paredes sostienen textos, fotografías o dibujos de escritores para niños y para adultos, y que durante estos 11 años fueron homenajeados en exhibiciones estéticas y bien documentadas, en conversatorios, o ediciones facsimilares de sus obras.

Una casa llena de libros que disfruto visitar. Allí, sus ángeles anfitriones nos conducen de sala en sala por las vidas y obras de nuestros autores. En lo personal, me sentí halagada cuando me propusieron guiar al público un sábado en la tarde, junto con Yaneth Sucasaca, en la exposición La vida sin plazos/ Escritoras en la ciudad de los 90, pues allí estábamos, en poemas y cuentos, en fotografías y grabaciones, mis compañeras escritoras, de quienes aprendo siempre: Rocío Silva Santisteban, Giovanna Pollarolo, Mariela Dreyfus, Carmen Ollé, Patricia Alba, May Rivas, Ana María Gazzolo, Patricia De Souza, Elba Luján, Marcela Robles, Tatiana Berger, Pilar Dughi, Mariella Sala, Grecia Cáceres, Doris Moromisato, Doris Bayly, Dalmacia Ruiz Rosas, Marita Troiano, Rosina Valcárcel o Irma del Águila. Ellas y poetas y narradoras más jóvenes, como Montserrat Álvarez, Roxana∂ Crisólogo o Victoria Guerrero, empezaron a hacerse oír con fuerza desde los años ochenta. Sin duda, el magisterio de Blanca Varela y de autoras que la antecedieron como Amarilis, nos fortalecía, nos hacía sentir que podíamos entrar en la preciosa cancha literaria de igual a igual con nuestros compañeros escritores.

 

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“Hace cien años, había en medio de un bosque una casa muy
vieja. Nadie sabía bien cuántos años tenía…”.

Así comenzaba Viajes de Kásperle, de Josephine Siebe, que mi madre me regaló una mañana de sarampión. Recuerdo su sonrisa al correr hacia mi cama y poner el libro en mis manos y contarme que al entrar a una librería del centro de Lima le llamó la atención el nombre de Kásperle, pues yo le hablaba siempre de él al volver del Kindergarten, cuando en el teatrín aparecía este títere que ponía a todos de cabeza. Mi madre descubrió después que había seis novelas más. Hoy sus páginas me devuelven como por un tobogán a la felicidad de tener 7 años (y sarampión), a la nostalgia por mi antigua casa con todos mis hermanos; a la sonrisa de mi madre, a sus dotes detectivescas, a su contagioso amor por los libros.

Lleva razón la reciente nobel Louise Glück, cuando escribe:

“Miramos el mundo una sola vez, en la infancia.
El resto es memoria.”

 

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Quizá porque la Casa de la Literatura ocupa la Estación Desamparados me viene con más fuerza agradecer a mi padre, pues por él conocimos casi todo el Perú. Él se ponía sus mitones y su sombrero y nos metía a todos en el auto, a mamá y a nosotros cinco, para llevarnos por los arenales de la costa, los precipicios de los Andes y todos los verdes posibles de la ceja de montaña. Mucho de eso se me coló también en poemas y acuarelas.

Mi padre, médico, me regaló un microscopio que casi me arrastra a ser bióloga desde que descubrí a una ameba mirándome fijamente desde una gota de agua. Él también tuvo la paciencia de enseñarme a montar bicicleta. Más tarde, de mis recorridos por el malecón Cisneros hasta la Herradura, nacieron algunos versos mientras llevaba el mar −como un loro hablador− en el hombro derecho o en el izquierdo según fuera o volviera.

 

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Allá o acá en mi infancia está también Peter Pan, que yo leía al regresar del colegio, colegio alemán, Santa Úrsula que me llevaba a pronunciar PEter y no PIter.

Yo estaba encamotada con ese Peter Pan. O con su fantástica isla donde nunca jamás nadie se hacía grande. Y yo no quería ser grande. De ese libro me gustaría contar ahora el momento en que Wendy cae sobre la hierba con una flecha clavada en el corazón… pero no se muere. ¿Por qué? Porque la bellota que colgaba de su cuello como una medalla detuvo en seco la punta de la flecha. Yo, cándida lectora, estaba convencida de que era un milagro; de que la niña se había salvado por una fuerza muy superior a los fríos y calculados movimientos de un escritor. Ese señor escritor era un distraído. Casi había dejado morir a Wendy. Que la flecha impactara precisamente en la bellota, que Wendy llevara precisamente la bellota, era un milagro (o dos), y de seguro James Matthew Barrie había dado un suspiro de alivio tan grande como el mío.

En ese momento se me hizo muy claro que los escritores no eran seres tan confiables como creía, y que en ocasiones sus personajes debían resolver sus problemas solos o con la ayuda de los milagros, o con mi ayuda, de ser posible, pues junto con la decepción, se me ocurrió llevar un cuaderno mientras leyese un libro. Lo que yo escribiera en ese cuaderno ayudaría a mis personajes favoritos a salvarse de las distracciones de sus creadores. En mis páginas no se me iba a morir nadie, aunque debo reconocer que haría una escandalosa excepción con el Capitán Garfio.

En realidad, nunca llegué a comprar el cuaderno donde se salvarían todos mis compañeros, pero sí a robar hojas bulky del escritorio de mi padre para componer mis propios cuentos, arrodillada en el piso. Cuentos cuyos personajes eran enanos, escritos primero con lápiz y luego con mi lapicero Pelikan, y con mi letra y errores de ortografía horribles.

Aún conservo esas pequeñas historias de tres páginas, que yo dibujaba, cosía (las grapas me asustaban) y acomodaba luego en el estante sobre mi cama. El mismo estante que pocos años después empezaría a sostener devotamente todas las novelas de Julio Verne. De más está decir que cuando el capitán Nemo irrumpió en la paz de mi habitación, no quedó ahí ni la sombra de Peter Pan, y menos, mucho menos, la de mis enanos. Pero ésa es otra historia…

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La poesía llegó a los 14 años, gracias a un poema de Martín Adán que descubrí en un afiche que estaba en un corredor de mi colegio:

El Sol
El sol brincó en el árbol
Después todo fue pájaros
lejos caía lluvia
del cielo de tus manos
-un cielo pequeñito, lívido, solitario-
Hora el cielo es distancia
ceguedad, aletazo…
El sol tiene en el árbol inquietudes de pájaro.

Algo me ocurrió en el momento de leerlo, un mareo quizá equivalente al “llamado” del que hablan los religiosos. Recuerdo haberme dicho: “Aquí sí se puede estar”. Días después, en el curso de literatura del colegio que dictaba María Gracia Martínez, analizamos estos versos de Javier Sologuren, y reaccioné de un modo parecido:

Árbol, altar de ramas
De pájaros de hojas
De sombra rumorosa
En tu ofrenda callada
En tu sereno anhelo
Hay soledad poblada
De luz de tierra y cielo

Pasaron algunas semanas y entonces escribí en un cuaderno, sentada en el extremo de un sofá, bajo la luz de la lámpara, mi primer poema… en el que un caminante equivoca el camino a la ciudad y termina en lo alto de una montaña, donde muere bajo el sol y entre los árboles. Sin duda Adán, Sologuren, y don Antonio Machado, a quien también leí, estuvieron metidos en mi corazón y entre mis dedos. Su capacidad para transmitir de golpe distintas imágenes y sensaciones me sedujeron. Por eso admiro también los haikus japoneses. Es lo que llamo la tensión de una gota de agua. Nada se desparrama, nada parlotea. La pura apretada tensión de una gota de agua.

 

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¿Por qué escribí? ¿Por qué continúo haciéndolo? Quizá porque necesito ordenar y desordenar algunas cosas, y las palabras me ayudan. Cuando lo que hay dentro y fuera de mí está muy inmóvil, las palabras les mueven el piso. Cuando todo está muy tembleque u oscuro, las palabras aquietan, iluminan un poco. Por donde pasan las palabras nada permanece igual.

 

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Recuerdo con alegría mis tiempos escolares y los estudios generales en la Unifé y luego en la facultad de literatura en la Universidad Católica. También recuerdo mis viajes en los micros para asistir a clases o dictarlas en distintos sitios de Lima, siempre con ansiedad, pues vivíamos los años demenciales del terrorismo. Pero había corazón para aprender de nuestros maestros: Susana Reisz, Carlos Gatti, Ricardo Gonzáles Vigil, Wáshington Delgado, Carlos Eduardo Zavaleta, y de mis compañeros de carpetas y cafeterías con quienes abrazábamos la vida en los recitales de poesía y música: Eduardo Chirinos, Giovanna Pollarolo, Paco Tumi, Lucho Rebaza, Alejandro Susti, José Alberto Bravo de Rueda…

A los 25 años publiqué Prueba de galera, finamente editado por Alberto Benavides Ganoza, amigo mío, filósofo y poeta que me alentó a sacarlo a la luz con su sello Antares.

 

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En la novela de Paul Auster El Palacio de la Luna, el protagonista Marco Stanley Fogg, nos cuenta que apenas mudado a un departamento vacío en Nueva York recibió como regalo la biblioteca de su tío en la forma de setenta y seis cajas de cartón. Como sus casi nulos recursos le impedían comprarse muebles, Fogg se dedicó a convertir las cajas llenas de libros en un “mobiliario imaginario”. Esta tarea era, en sus propias palabras “algo parecido a armar un rompecabezas: agrupar las cajas de cartón en configuraciones modulares, ponerlas en hilera, apilarlas […] Un grupo de dieciséis me sirvió de soporte para el colchón, otro grupo de doce se convirtió en una mesa, otros de siete se convirtieron en sillas, uno de dos en cabecera”.

Aislado, sin trabajo y con pasión sostenida, Fogg se dedicó a devorar sus muebles, es decir, a leer, y luego a cambiar los libros por algo de dinero para comprar leche en polvo, pan y café instantáneo.

La idea de esa termita humana que se despacha a la vez sus muebles y los mejores años de su vida, me sobrecoge y a la vez me llena de envidia. Qué maravilla habitar una especie de mundo paralelo donde todos los objetos son en realidad libros, y disponer de tiempo y silencio para descifrar ese paisaje, aun cuando el resultado sea una habitación pelada y la más terrible enajenación.

Pero dejémonos de cosas, en el fondo todo lector sabe, quizá con desencanto (o quizá no), que pretender encontrar intensidad y altura más allá del cerco imaginario que crean los libros es una idea extravagante.

Seguramente mi esposo Henry piensa igual, pues en nuestra casa los libros ocupan todas las habitaciones, y ambos nos sumergimos en lecturas casi compartidas pues de pronto él alza la cabeza y me lee esto, y yo, a mi vez, aquello… y así anudamos a Sigmund Freud con Jorge Eduardo Eielson, Edith Sӧdergran y José Watanabe; a Bertrand Russell con País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez, y La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa; y allá entre las estrellas a Stephen Hawking con La noche oscura, de San Juan de la Cruz, o Las inmensas preguntas celestes, de Toño Cisneros.

Hace varios años Henry y yo volvimos a visitar el Convento de Santa Catalina, en Arequipa, y pensé, en términos muy profanos, en lo mucho que me gustaría ser una “lectora de clausura”. La conjunción de muros espesos y tiempos dilatados me hizo agua la boca. Le di un rápido codazo a Henry y sonreí, y sonrió, cuando le dije que debíamos alquilar una celda allí y recogernos a leer por los siglos de los siglos…

Bueno, creo que ya va siendo tiempo de ponerles llave a tantos recuerdos.

Agradezco nuevamente a Milagros Saldarriaga y a las personas que la secundan, con Jaime Cabrera a la cabeza. Ellos son Julia Ponce, Yaneth Sucasaca, Liliana Com, Jenny La Fuente, Berenice Solís, Ricardo Flores, Pershing Roncal, Hándrez García, Tom Quiroz, Edwin Matos, Diego Díaz y Sandro Castillo. Todos ellos me acompañaron, trabajando minuciosamente en investigar, filmar, fotografiar y redactar el periódico conmemorativo… Compartimos varias jornadas, pero creo que nunca olvidaremos cuando nos subimos a un taxi con una silla para las fotos, por aquello de La silla en el mar, título que casi se volvió literal pues tuvimos que pelear con una ola para que no se llevara la silla inmóvil de Bartleby por los mundos empapados de Ahab.

El mar como la poesía es una sorpresa interminable.

Gracias.