Juan Mejía Baca, una vida dedicada a los libros

Luis E. Valcárcel y Juan Mejía Baca en la presentación de los tres volúmenes de Historia del Perú Antiguo en 1964. (Archivo Juan Mejía Baca)
Luis E. Valcárcel y Juan Mejía Baca en la presentación de los tres volúmenes de Historia del Perú Antiguo en 1964. (Archivo Juan Mejía Baca)

El 28 de mayo se conmemoró un año más de la partida del librero, editor y promotor cultural Juan Mejía Baca (1912-1991), quien, además, fue director de la Biblioteca Nacional del Perú entre 1986 y 1990. Lo recordamos con un artículo en base al archivo de la investigación realizada para la exposición La página blanca entre el signo y el latido. La edición del libro literario (1920-1970).

 

Por Ricardo Flores Sarmiento

“Hay, hermanos, muchísimo que hacer”
César Vallejo

En una imagen tomada en 1987, Juan Mejía Baca posa con una sonrisa en uno de los ambientes de la Biblioteca Nacional del Perú, institución que dirigió entre 1986 y 1990. Viste saco y corbata, pero lo que más destaca es su expresión: un gesto jovial que se funde con los cien retratos que lo rodean. Cada fotografía en la pared es un testimonio silencioso de gratitud: obsequios de autores que, tras ser publicados por su editorial, les enviaban sus retratos. Mejía Baca aparece como figura central de una red intelectual que acompañó. José María Arguedas, Nicomedes Santa Cruz, Ciro Alegría, Martín Adán, Julio Ramón Ribeyro, Alberto Hidalgo e historiadores como Jorge Basadre o Raúl Porras Barrenechea son algunos de los que están presentes en las imágenes. “A Juan, fraternalmente, José María”, dice la dedicatoria del cuadro del autor de Los ríos profundos. Eran más que autores y editores: eran cómplices, amigos.

Juan Mejía Baca como director de la Biblioteca Nacional del Perú. Lima, 1987. (Foto: Archivo Caretas)
Juan Mejía Baca como director de la Biblioteca Nacional del Perú. Lima, 1987. (Foto: Archivo Caretas)

Nacido en Puerto Eten, Chiclayo, el 17 de enero de 1912, Juan Mejía Baca llegó a Lima entre finales de los años veinte y comienzos de los treinta para estudiar Medicina en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Después, siguió dos años de Letras y Ciencias Políticas, pero no terminó ninguna carrera. Para ganarse la vida, trabajó en la música. Fue violinista en una orquesta de tangos, acompañó a Libertad Lamarque en 1934 y, más tarde, desde la propaganda farmacéutica, descubrió que podía ser librero.

Un día de 1943, vio sobre el escritorio del médico Carlos Monge un paquete de libros sobre terapéutica médica importados de Argentina. La librería los cotizaba a 125 soles. “La edición era en rústica y yo le ofrecía a don Carlos conseguirle el mismo libro, empastado con sobrecubierta, a 45 soles”, le contó a Rocío Silva Santisteban en 1990. Aquel suceso fue el inicio del camino. Tuvo éxito entre los médicos. Dos años después, en 1945, fundó la librería con su nombre y posteriormente, en 1948, se mudó al jirón Azángaro (calle Huérfanos), a un par de cuadras de la Casona de San Marcos.

En los años cincuenta y comienzos de los sesenta, en San Marcos bullían las ideas, debates entre figuras que hoy son parte esencial de la historia intelectual del Perú. Entre alumnos y profesores, había nombres como Pablo Macera, Luis Guillermo Lumbreras, Aníbal Quijano, Augusto Salazar Bondy, Luis Felipe Alarco, Alfredo Torero, Corpus Barga y José Antonio Russo Delgado. En literatura, los pasillos también resonaban con las voces de Luis Alberto Sánchez, Augusto Tamayo Vargas, Jorge Puccinelli, Javier Sologuren, Wáshington Delgado y Carlos Araníbar. Muchos de ellos, tarde o temprano, terminaron en la librería de Juan Mejía Baca, ese pequeño santuario donde los libros eran más que objetos: eran puentes, posibilidades, apuestas por un país lector. “Su contribución fue enorme para la cultura peruana y la difusión de las obras literarias”, recuerda Hildebrando Pérez Grande, entonces joven estudiante de la Casona de San Marcos, en 1961. Fue parte, también, del traslado a la Ciudad Universitaria un año después. “Íbamos a su librería no solo a comprar libros —o a fiarnos, porque así de generoso era Juan Mejía Baca—, sino también a ver a Arguedas, a Martín Adán, que a veces aparecía por allí, cuando salía de madrugada de los bares y cuchitriles de la zona”, evoca. Mejía Baca no solo fiaba a jóvenes, como también lo recuerda Mario Vargas Llosa en su libro El pez en el agua, sino que también donaba publicaciones a internos del penal El Frontón y a bibliotecas.

“Amo a los libros y me parecen guerreros del saber aquellos que los guardan, los clasifican, los archivan y los cuidan. Eso lo aprendí de uno de los hombres que más amaban a los libros en este país. Me refiero a don Juan Mejía Baca, a cuya librería iba con frecuencia desde los 14 años”, recordó la escritora Rocío Silva Santisteban en su blog en 2008 y continuó: “Don Juanito, como le decía todo el mundo hasta la mocosa que yo era, fue un propulsor de la lectura, de los grandes tirajes, y un convencido de que los libros no eran solo objetos, sino una fuente de energía para el alma humana”.

 

Aventura editorial y apuesta por la cultura

Juan Mejía Baca se consideraba lector sobre todas las cosas. Por ello, el siguiente paso después de fundar la librería fue crear un sello editorial, donde publicó más de ciento cincuenta títulos. Acompañó el camino de escritores que daban sus primeros pasos y también apostó por escritores consagrados. El primer libro que publicó fue la tercera edición de Cuentos andinos, de Enrique López Albújar en 1950. “Hemos creído conveniente iniciar nuestra actividad editorial con esta obra fundamental en las letras nacionales, como que marca un momento en que el artista encuentra al indio esencial y auténtico debajo del poncho multicolor que tanto tiempo bastó para satisfacer la curiosidad de ver y el anhelo de pintar”, explica Juan Mejía Baca en la presentación del libro.

De ahí en adelante fueron más de cien autores. Promovió las ediciones populares publicando títulos de más de 50 mil ejemplares. Comandó proyectos titánicos como los tomos de Historia del Perú Antiguo, de Luis E. Valcárcel; los volúmenes de Diccionario enciclopédico del Perú, de Alberto Tauro; los ocho tomos Historia de la literatura peruana, de Luis Alberto Sánchez; y uno de sus proyectos más valorados, los doce tomos de Historia del Perú, que tomó más de dos décadas en publicar y participaron más de cuarenta autores, donde un joven Mario Vargas Llosa fue asistente de Raúl Porras Barrenechea. Incluso el nobel peruano recuerda esta etapa en su libro de memorias El pez en el agua y en el archivo de Mejía Baca se puede encontrar una boleta de pago al autor de La ciudad y los perros por su trabajo en esta colección.

Boleta de pago a Mario Vargas Llosa. (Archivo Juan Mejía Baca en la BNP)
Boleta de pago a Mario Vargas Llosa. (Archivo Juan Mejía Baca en la BNP)

“Su sello editorial tuvo una identidad gráfica y editorial muy definida desde sus inicios. Tiene un catálogo minucioso e impecable del universo literario e intelectual de las décadas del 40 al 60 de nuestro país, a través de este documentó y difundió el ‘pensamiento peruano’”, comenta la investigadora Kristel Best, quien fue fundadora del Mapa Literario de Lima y participó en la investigación de la exposición La página blanca entre el signo y el latido. La edición del libro literario (1920-1970). La idea de pensar el Perú y sus problemáticas, lo incentivo a crear la colección Perú Vivo, donde los autores: Santiago Antúnez de Mayolo, José María Arguedas, Jorge Basadre, Víctor Andrés Belaúnde, José León Barandiarán, Emilio Romero, Luis Alberto Sánchez y Luis E. Valcárcel, brindan a través de textos y fragmentos en audio su mirada de la complejidad del Perú. “Su fin esencial es neto: persigue mostrar al Perú en su proyección cultural ecuménica, en la hondura del pensamiento de sus hombres singulares y en la preocupación aleccionadora que esos hombres han mantenido y mantienen por todo lo que significa elevación espiritual, firmeza de propósito y fe renovada en un mejor destino del Perú y de América”, se lee en la presentación de la colección.

Entre 1955 y 1957, Juan Mejía Baca dio vida al Concurso Anual de Novela, una apuesta cultural que emprendió junto al impresor Pablo Leonardo Villanueva, cómplice en numerosos proyectos editoriales. En sus tres ediciones, el certamen no solo ofrecía un premio económico, sino también el privilegio de ver la obra impresa, como ocurrió con Taita Yoveraqué de Francisco Vegas Seminario, la primera novela galardonada. Aquel impulso por acercar los libros a la gente no se detuvo ahí. En 1960, participó activamente en la Campaña del Libro, organizada junto a librerías como Studium, La Universidad y La Familia, una cruzada por el fomento de la lectura que incluso ofrecía como incentivo un viaje a París. En paralelo, entre 1954 y 1959 —y con una última edición en 1977—, Mejía Baca editó el Anuario Cultural del Perú, una valiosa publicación dirigida por Julio Julián que recopilaba la actividad cultural de diversas regiones del país y que refleja las tendencias literarias y artísticas de la época.

“Yo les digo a mis amigos: es más fácil escribir un libro que leerlo. No es fácil iniciar el camino del saber leer. No solo por los conocimientos que trae un libro, sino por la belleza. He tratado de demostrarlo con el ejercicio del oficio de librero y también como editor. Yo he editado 145 autores peruanos hasta el momento. Nunca he recibido una peseta para financiar esto, y muchas de estas obras me han costado mucho dinero, que nunca he tenido ni he ambicionado tener”, le dijo Mejía Baca a Fietta Jarque para el diario El País en 1988 durante su paso por España para asistir a un congreso sobre César Vallejo, uno de sus autores predilectos.

El editor y librero tuvo una colección de libros del poeta liberteño en varios idiomas, así como estudios que donó a la Casa de la Emancipación, en Trujillo. La obra del vate lo influyó profundamente, tanto que al enfrentarse a situaciones difíciles en su vida siempre evocaba los versos de “Los nueve monstruos”: “Hay, hermanos, muchísimo que hacer”. Con ese mantra realizó grandes proyectos a lo largo de su vida.

 

Punto de encuentro

Fue gracias a Carmen Luz Bejarano, su profesora en San Marcos, que Jorge Eslava cruzó por primera vez las puertas de la legendaria librería de Juan Mejía Baca. Ella los animaba —casi los empujaba— a perderse en el Centro de Lima, a curiosear entre estantes polvorientos de librerías de viejo o visitar templos consagrados del libro. “No recuerdo si fue una mañana o una tarde, pero fue ahí donde vimos a Martín Adán“, evoca Eslava, entonces un joven estudiante, años antes de fundar la editorial Colmillo Blanco. El poeta estaba justo como en la famosa fotografía de Pestana: de perfil, a la entrada del local, ensimismado. “Ese es el recuerdo que guardo de él —agrega—, idéntico a esa imagen.”

La librería de Juan Mejía Baca no era solo un punto de venta, sino que se convirtió en un espacio de encuentro. Allí, en ese pequeño local del jirón Azángaro, se realizaban tertulias. Por sus mesas y estanterías pasaron figuras esenciales de la cultura peruana, como Raúl Porras Barrenechea, Jorge Basadre, Sebastián Salazar Bondy, Ciro Alegría o Francisco Izquierdo Ríos. También fue un paso obligado para intelectuales y escritores del extranjero. Por ese mismo umbral cruzaron María Traba, Rafael Alberti, Ángel Rama, Pablo Neruda y Jorge Luis Borges.

“¿Qué intelectual o artista no pasó por ahí?”, se pregunta el poeta y editor Sandro Chiri, al evocar aquel rincón entrañable. “Sérvulo Gutiérrez o Alberto Tauro del Pino eran habitués del lugar, que, por cierto, no era muy amplio: don Juan había acondicionado una pequeña oficina donde recibía a sus amistades. Aunque parezca paradójico, en ese espacio reducido se forjaron proyectos poderosos que marcaron la cultura peruana del siglo XX.”

Entre esas visitas cotidianas, una figura era habitual: Martín Adán. No era raro encontrarlo sentado, conversando con Mejía Baca, su amigo entrañable, su editor de confianza, su albacea en vida y después de ella. Mejía Baca no solo admiraba al poeta: lo protegía. Fue el custodio de su legado, el guardián silencioso que ordenó su archivo, publicó sus libros y conservó sus manuscritos como tesoros. La dedicatoria en La piedra absoluta (1966) condensa ese vínculo: “A Juan Mejía Baca, en una tregua del pleito y fraternalmente, Martín Adán. Lima, 4 de julio de 1966”.

Algunos años antes de morir, Mejía Baca tomó la decisión de donar todo el archivo de Martín Adán a la Pontificia Universidad Católica del Perú. Hoy, ese fondo —conformado por cerca de cinco mil piezas entre manuscritos, cartas, fotografías y grabaciones— sigue revelando nuevas facetas del poeta. Gracias a ese gesto, la obra de Adán continúa siendo explorada, publicada y leída, como él lo hubiera querido: en silencio, pero sin olvido.

Juan Mejía Baca y Martín Adán conversando en un café bar de jirón Azángaro en 1963. (Foto publicada en Careta N°918, agosto 1986)
Juan Mejía Baca y Martín Adán conversando en un café bar de jirón Azángaro en 1963. (Foto publicada en revista Caretas N°918, agosto 1986)

El editor también fue consciente del valor de su propia huella. Guardó cartas, manuscritos, recibos de pagos y dedicatorias; los documentos que hoy conforman su archivo personal en la Biblioteca Nacional del Perú. Allí también se conserva la emblemática galería de retratos que antaño decoró su librería. Este archivo, aún escasamente explorado, permite reconstruir con detalle una época crucial de la vida cultural peruana del siglo XX, así como su relación y cercanía con los autores.

“Lamento no sabes cuánto que en los cinco primeros meses solo se haya vendido 140 ejemplares de este libro (Diamantes y Pedernales). Supongo que, ante tan absoluto fracaso, pues el libro está muerto, será imposible conseguir editor para ninguna otra novela que escriba; sin que esto quiera decir que renuncie a seguir trabajando”, le confesó Arguedas en una carta del 20 de abril de 1955. Pero Mejía Baca no perdió la fe. Ese mismo año, en Navidad, publicó una edición no venal de Apu Inca Atawallpaman con traducción y apuntes de Arguedas y con el tiempo reeditaría Yawar Fiesta (1958) y publicaría El sexto (1961).

Una parte de su biblioteca personal —casi doscientos títulos de literatura y ciencias sociales— se conserva bajo su nombre en la Biblioteca Guillermo Lohmann Villena del Centro Cultural Inca Garcilaso, donde pueden ser consultados. En uno de esos ejemplares, La guerra del fin del mundo, Mario Vargas Llosa escribe: “Para Juan Mejía Baca, gran promotor de la edición peruana, con la vieja amistad de Mario Vargas Llosa. Lima, diciembre, 1981”. Más de dos décadas habían pasado desde que Mejía Baca le pagó como joven asistente de Porras Barrenechea.

Su reconocimiento trascendió las fronteras del Perú. El célebre escritor argentino Ernesto Sabato le dedicó afectuosos mensajes en sus libros. En El escritor y sus fantasmas (Aguilar, 1963) se lee: “A Juan Mejía Baca, amigo generoso y antiguo, con un fuerte abrazo. Ernesto Sábato”. Y en su novela Sobre héroes y tumbas (1961), otra dedicatoria: “A Juan Mejía Baca, con el recuerdo entrañable de Ernesto Sábato”. Como esas, hay decenas: dedicatorias que retratan a un hombre que fue más que editor, más que librero; fue un motor silencioso de la cultura peruana.

 

Legado

Juan Mejía Baca defendió los libros como se defiende la vida. En 1980, publicó su única obra como autor: Quema de libros. Perú 67, un grito en papel contra el silencio impuesto. Reunió allí recortes, cartas y documentos que probaban lo que muchos preferían callar: la censura y quema de libros perpetradas en la década del sesenta, durante el primer gobierno de Fernando Belaunde, bajo las órdenes del entonces ministro de Gobierno, Javier Alva Orlandini. Aquella denuncia tuvo consecuencias: en 1967, no dudó en devolver la Orden “El Sol del Perú”, que había recibido apenas dos años antes. Lo hizo con una carta: “Soy un ferviente amante de la libertad, en cualquier punto de la tierra. Y como tal, no creo en que ella, como todo lo sustantivo de la vida, se la debamos a los demás. La libertad se conquista y he reiniciado mi lucha por reconquistarla.”

Durante los cinco años después de la publicación de ese libro, la librería de la cuadra 7 del jirón Azángaro se fue desvaneciendo. Primero se fue reduciendo hasta que en 1985 bajó la reja por última vez. Pocos meses antes de ese día le confesó a Edmundo de los Ríos, con amargura y claridad: “El hombre se olvida de lo que no le interesa, y en el Perú la cultura está relegada. No basta con disposiciones y leyes de supuestas políticas culturales. Faltan hombres de buena voluntad. Falta amor por los libros.”

Escritorio de Juan Mejía Baca en su librería del jirón Azángaro. De fondo las míticas fotos que luego donaría a la Biblioteca Nacional del Perú. (Archivo Juan Mejía Baca)
Escritorio de Juan Mejía Baca en su librería del jirón Azángaro. De fondo las míticas fotos que luego donaría a la Biblioteca Nacional del Perú. (Archivo Juan Mejía Baca)

En 1986 asumió la dirección de la Biblioteca Nacional del Perú. Tenía entonces 74 años y el ímpetu intacto. Desde esa nueva trinchera logró la donación del terreno donde se levantaría —años más tarde— la nueva sede en San Borja, concretó la adquisición de 150,000 placas del archivo fotográfico Courret (hoy parte del programa Memoria del Mundo de la UNESCO) y modernizó el sistema de acervo y catalogación bibliográfica.

“De lector pasé a librero, y de librero, a editor. Es casi lo mismo, es solo como subir una grada; luego pasé a la Biblioteca Nacional. No quiero decir que esto sea una carrera o un camino: ha sido solo mi vida.”, le confesó a la periodista Fietta Jarque en 1988.

Kristel Best, investigadora y curadora, lo resume con justicia: “Definitivamente se le puede considerar como uno de los principales promotores culturales del siglo XX. Su legado aún no ha sido lo suficientemente estudiado ni valorado. Como editor, publicó a grandes escritores e intelectuales; como librero, creó un espacio plural y dinámico en torno al libro”. Su labor fue sostenida durante cuatro décadas.

La madrugada del 28 de mayo de 1991, a las 5:45 a. m., en una habitación del Hospital Edgardo Rebagliati, Juan Mejía Baca cerró los ojos para siempre. Tenía 79 años. Alguna vez había dicho que quería vivir hasta los 130, pero su legado lo hizo eterno. Hoy, auditorios, plazas, bibliotecas, premios literarios, calles y colegios llevan su nombre. No como homenaje forzado, sino como memoria viva.

Como último deseo, pidió ser cremado. Sus cenizas viajaron de regreso al punto de origen: Puerto Eten. En los primeros días de junio de 1991, recorrieron las calles de su infancia. Se alzó una pirámide de libros. Sobre ella, el cofre con sus restos, encima una banderola que llevaba impresos los versos de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir.” Luego, en silencio, sus cenizas fueron esparcidas en el mar. En el puerto que lo vio nacer, se cerró el ciclo de una vida consagrada a los libros, a la cultura. Han pasado más de treinta años desde su partida, y aunque su obra parece haberse diluido en la memoria colectiva, su legado permanece latente. En cada libro que ayudó a nacer, en cada lector que encontró un camino entre sus estantes, en cada archivo que conservó con paciencia, sigue hablando Juan Mejía Baca.