Libro de la semana: “El aprendizaje del escritor” de Jorge Luis Borges

(Foto: Ricardo Flores)
(Foto: Ricardo Flores)

El pasado 14 de junio se cumplieron treinta y un años del fallecimiento de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, 1986). Con motivo de este aniversario, la Biblioteca Mario Vargas Llosa de la Casa de la Literatura Peruana reseña El aprendizaje del escritor (2015 [1973]), libro que recoge las conversaciones de Borges con los estudiantes y profesores del Programa de Escritura de la Universidad de Columbia en la primavera de 1971. Estamos ante el Borges conferencista, ese íntimo conversador.

Por Manuel Barrós, Biblioteca Mario Vargas Llosa

El aprendizaje del escritor (2015 [1973]) recoge los diálogos e intercambios verbales entre Borges y los estudiantes y profesores del Programa de Escritura de la Universidad de Columbia en la primavera de 1971. Los interlocutores de Borges fueron Norman Thomas di Giovanni, su editor y traductor al inglés de muchas de sus principales obras, Frank MacShane, entonces director del Programa de Escritura y los estudiantes. A modo de seminarios, cada charla duró aproximadamente dos horas, tiempo en el que Borges conversó sobre las cuestiones fundamentales que debe enfrentar todo aspirante a escritor. Se organizaron tres ejes temáticos: “La ficción”, “La poesía” y “La traducción”. El principal mediador e interlocutor fue el profesor Thomas. Los seminarios se desarrollaron en base a una lógica dialogante entre los principales participantes: línea a línea, Thomas leía un texto y Borges lo iba comentando. Así, se interpelaba al autor, confrontándolo con sus propios escritos. Cuentos, ensayos, poemas son evocados a modo de intriga, en una compartida experiencia de lectura. Sus confesiones, saludos y guiños a los autores que le son más entrañables develan a Borges como esa personalidad —en verdad, personaje— pública tan dada al contrapunto verbal, especialmente el literario. El libro se cierra con un breve apéndice de Borges que le da título al libro, “El aprendizaje del escritor”: una celebración e invitación a la labor de la escritura. La edición que leemos es la traducción al español de Borges on writing (1973) hecha por Julián Ezquerra.

La primera parte del libro, “La ficción”, parte del cuento “El otro duelo”. En diálogo con Thomas, Borges empieza a desmenuzarlo. Explica sus referencias, los juegos entre la cultura local y universal en su relato, en qué momento de su vida y cómo lo escribió. En buena cuenta, la prehistoria de su cuento y los aspectos reveladores de la narración propiamente dicha. En esta primera conversación, se trasluce un Borges de experiencias vívidas, casi un antropólogo que enuncia y denota los meandros de la cultura sobre la que ha escrito. Aquí se trastocan ciertos pasajes de vida: sus recuerdos de infancia, algunos años de juventud y lo aprendido, también, a través de distintas experiencias compartidas en su barrio, en Palermo. Esto cuestiona un poco la extendida visión que sentenciaba en Borges la falta de experiencias de vida distintas a las del intelecto y los libros. ¿Borges sabía de los gauchos y la amplitud de su universo cultural? Sí, pero, incluso si no hubiese sabido, poco importaría. Lo interesante es cómo el autor sabe manejarse en los meandros de la ficción —entre los límites de lo real y lo inventado— para seguir dándole vida al relato. Sea al escribirlo o al comentarlo, Borges mantiene el efecto de realidad, la suficiente verosimilitud que debe haber en toda ficción para ser apreciada como una experiencia real y compartida por quien la lee. Dicho efecto se extiende y se ahonda en el desarrollo de la primera conversación que Borges mantuvo con su traductor y los estudiantes. Es como si la ficción fuese una facultad continua que, más allá de si sabe o no del tema, Borges puede seguir construyéndola, defendiéndola, haciéndola cada vez más ficción por estar tan llena de —una idea de— realidad.

Entre otros temas, en esta primera parte Borges es interpelado por algunas de sus posiciones sociales y políticas, especialmente las que dejaron entrever las tensiones y digresiones que implicaron ser el creador de todo un universo literario y a la par mantener cierta voz como intelectual público. En el transcurso del diálogo, le preguntaron por el deber de un escritor. Para Borges, el compromiso no es político ni social ni moral, sino con la escritura misma. En ese momento recuerda vagamente una cita de Something of myself de Kipling: “un escritor debe tener permitido escribir en contra de su propia posición moral”. Así, aquello que se escribe no necesariamente se debe condecir con lo que uno piensa o las posiciones sociales que uno tenga. Como él mismo señala, lo político y/o lo ideológico no se filtró en su escritura, pues nunca hizo panfletos. De aquí se desprende un detalle. Aunque intentó luchar contra ese sociologismo vulgar que sorbreinterpretaba algunas menciones sociales en una obra literaria, Borges expresa un sinsabor al comentar que cuentos como “Deutsches Requiem” fueron leídos erróneamente. Cuando algunos críticos buscaron una supuesta incidencia política solo revelaron un grado más de su incapacidad de lectura, pues mostraron no que el autor quiso decir, sino una propia intencionalidad y uso de la literatura. Siguiendo con lo político, Borges habla de su relación con Perón, la posición política que tuvo frente a su gobierno, así como ante algunos de los regímenes autoritarios del S. XX.

Volviendo a su creación literaria, Borges también habló de temas tan diversos como la filosofía panteísta, los procesos de escritura, sus trabajos en colaboración y una que otra confesión de su vida privada. En esta parte, Borges se dispone con mucha libertad a la lectura y comentarios sobre su propia obra. Si bien, intenta sentar y dejar claro lo que quiso hacer en el texto leído, no se cierra, no se atrinchera en sus propias ideas, pues como lector bien sabe los sendos caminos que surgen de la intuición de un(a) buen(a) lector(a). Ya habiendo hablado sobre los cuentos sobre cuchilleros, Borges pasa a discutir la originalidad y la modernidad de la escritura. “Lo que yo me pregunto es si en verdad importa ser moderno al momento de escribir”. Ya en confianza, uno se entera de los entretelones de “El Aleph”, de cómo eligió y conversó con Bioy Casares sobre los cuentos que integraron su antología de relatos policiales. De hecho, Borges se aventura a hacer una que otra confesión de su vida privada: un impase amoroso, experiencias de viaje e, incluso, muestra cierta decepción con su secretaria, María Kodama. También habló de cómo surge ese ‘tercer hombre’ —al tratar de ser un único ser— cuando trabaja en colaboración con alguien. Sea Bioy o el propio Thomas di Giovanni al momento de traducir o recrear sus propias obras, Borges se adapta a una intuitivo pero efectivo método de trabajo colectivo. Y, claro, siempre se da tiempo para su buen humor. Si ya en el primer cuento leído se vio un relato con humor sádico, ahora da una dosis de ironía: “La gente me quiere a pesar de mis cuentos, debo decir”.

En “La poesía”, la segunda parte del libro, Borges empieza por comentar sus preferencias y posiciones poéticas frente a las formas clásicas y el verso libre. Para un poeta joven, casi un primer Adán que recién está descubriendo el mundo, los riesgos del verso libre son mayores por ignorar su tradición. “Esa tradición es el lenguaje en el que escribe y la literatura que ha leído”. Borges dice que cometió “ese error” en su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), pues no estaba preparado para ese riesgo. No era consciente de lo que estaba haciendo. “Pensé que era más fácil”. Reconociendo su ‘ingenuidad’ —reincidente en su segundo y tercer libro—, Borges se aventura a dar un consejo a los jóvenes poetas: “empezar por las formas clásicas del verso y solo después de eso ensayar posibles innovaciones”. Completa luego: “Lo que digo es que, a la larga, para romper las reglas, uno debe conocer las reglas antes”. Esta obviedad aún debe ser enunciada, pues los jóvenes no la conocen. Así, para Borges, ver las formas clásicas como meros esquemas anticuados no solo es una forma de ignorar la tradición, sino también un índice de la falta curiosidad por el pasado, por lo que ya fue hecho, corriendo el riesgo de la ingenuidad de un novato y primerizo poeta. Para Borges, esta actitud también es señal de haraganería o falta de compromiso con la escritura; en buena cuenta, con la lectura y un conocimiento pretendidamente total de lo que puede llegar a ser la poesía.

¿Cómo escribía Borges? “Cuando yo escribo algo, tengo la sensación de que ese algo preexiste. Pero no tengo la sensación de inventarlo; las cosas son así. Son así, pero están escondidas y mi deber de poeta es encontrarlas”. Para Borges, toda escritura es un hallazgo, un camino en constante descubrimiento donde todos sus elementos se avienen en grado de sospecha: “esa forma borrosa, esa vaga nube, cobra forma y entonces oigo mi voz interna que me dice algo”. El ritmo, el tema (no el argumento), la primera versión solo son el primer paso, por lo que hay que aprender a asimilar, a ser un receptáculo de la poesía. “Yo dejo que los poemas insistan y a veces son tan obstinados y tenaces que consiguen abrirse camino conmigo”. Ya la versión final depende del criterio y del propio esfuerzo para ser logrado, pero eso solo es posible bajo el auspicio de un misterioso oficio o llamado. “Todo esto se reduce a un simple enunciado: la poesía le es dada al poeta. El escritor vive, la tarea de ser poeta no se cumple en un determinado horario. Quien es poeta lo es siempre, y es asaltado por la poesía continuamente”. En ese camino que Borges discute la necesidad de la forma y la estructura de un poema.

Inmediatamente, hablando de sus tentativas líricas, Borges afirma ‘no gustar’ de su propia obra. Dice saberse mejor expresado en la escritura de otros poetas. Conocer sus errores, sus puntos débiles o los rellenos inevitables de todo texto lo hacen preferir las creaciones de otros. Luego, tras la lectura de su poema “Junio de 1968”, comenta que el tema de dicho poema era “la felicidad en la ceguera”. A pesar de no poder ver, acomodaba sus propios libros, los disponía de tal manera que recordaba la sensación ya perdida —pues era ciego el personaje— de sentir la superficie de sus preciados objetos. Borges evoca su admiración por Virgilio, comenta sus poemas “El guardián de los libros” y “El centinela”. Luego de zarandear a algunos alumnos y de comentar los recovecos de su propio estilo en esos poemas, Borges se pronuncia frente a una de las preguntas más propicias dadas la trayectoria y amplitud de su vida literaria: “¿Cree Ud. que sea posible escribir poesía mayor en más de una lengua?” Acaso sea la segunda parte del libro la que sugiere cómo Borges se ensaya mejor como lector para apalabrarse como escribidor: el sueño —“por lo que sabemos, somos Dios cuando dormimos”—, su posición frente al surrealismo —sugiere leer a algunos ‘precursores’ como Lewis Carroll—, la versificación descuidada, las diferencias entre la prosa y el verso, el encuentro de uno mismo, el Borges público y privado.

Ya en la tercera parte, “La traducción”, Borges refiere los dos únicos caminos que existen para traducir: la literalidad o la recreación. Este seminario giró en torno a dos preguntas: ¿Cómo traduce Borges? ¿Cómo traducir a Borges? En esta tercera sección, alguien se pregunta ¿por qué Borges requeriría de un traductor si parece conocer tan bien el inglés? Ocurre que él respetaba mucho un idioma como para intentarlo. Ya su propio traductor dijo, tímidamente, que “el inglés oral de Borges es increíblemente bueno, pero cuando escribe en inglés se pone muy acartonado y formal”. Se evocan las distintas traducciones que se han hecho de su obra, diferentes traductores y cómo muchos han trastabillado por falta de conocimiento del contexto cultural, por poca comprensión lectora o por sobreinterpretación. De ahí que el autor se viera obligado a hacer explícitos ciertos referentes y contextos en varios de sus cuentos. Como en toda traducción, hay una negociación por las diferencias y complicaciones entre los matices de un español ibérico y otro centro o sudamericano; también, en el criterio al aprender a decidir si el inglés a emplear debe ser más físico o abstracto, concreto o imaginario. Ya, luego, Borges comenta traducciones famosas e, incluso, las que hizo a lo largo de su vida: El príncipe feliz de Óscar Wilde, Las palmeras salvajes de Faulkner. En esa misma línea, Borges no lo dice, pero sí sugiere que toda traducción de Joyce siempre será una afección literaria.

El inglés que Borges aprendió de su abuela que dejó Inglaterra en la década de 1860 lo formó como lector y como escritor en un horizonte no anticuado, pero sí algo desfasado en los usos orales y escritos. Por eso, cuando le preguntaron por si le preocupaba la pureza del lenguaje, respondió: “Si yo pudiera escribir en el inglés del siglo dieciocho, ese sería el ideal para mí”. Thomas señala: “su sintaxis no es en realidad la del español. Y él introdujo formas verbales que rara vez se usaban antes […] De algún modo, dado que el inglés influyó a Borges y que él está dotando al español de un aspecto anglosajón, Borges se completa en inglés, su obra se convierte más en sí misma en inglés”. Si uno le pregunta cómo lidian con los arcaísmos, los modernismos, las inevitables distancias sociolingüísticas entre el Buenos Aires de su infancia y el horizonte idiomático de estos años —léase, años setenta—, Borges declara buscar una imitación del inglés oral sin caer en localismo. Considerando que sus cuentos se desarrollan a través de un narrador y tienen pocos diálogos, el problema, entonces, es cómo lograr que un cuento borgiano suene oral. ¿Hay que evitar la jerga o ahondar en ella? ¿Cómo traducir la jerga bonaerense a la norteamericana equivalente de cualquier ciudad? Borges opta por hacer un texto lo más “incoloro” posible. La traducción inglesa de Historia universal de la infamia (1935), específicamente el cuento “Hombre de la esquina rosada”, tuvo que ser rehecha por di Giovanni, pues resultó algo inconsistente e impostada en su primera publicación. Bajo su propia premisa de trabajar juntos y pensarse como uno solo al traducir al inglés, Borges y Thomas se sintieron avergonzados. Tanto recorte y tanta refacción traductiva, empobreció el texto.

¿Cómo traducir a Borges? Thomas di Giovanni incluye en el libro una grabación de cuando tradujeron el cuento “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)”. El método que usaban era procesal, dialogante y conjunto. Por la mañana, Thomas preparaba una primera versión que presentaba a Borges. Ambos la conversaban, corrigiendo y sugiriendo modificaciones con el texto original al lado. Borges prefería que Thomas trabajase lo más libremente posible, sin embargo era más que oportuna su presencia como autor, pues precisaba o corregía algunas inconsistencias que pasaron inadvertidas. En ese primer momento, el objetivo que se busca es la comprensión total del texto. Ese resultado provisional a base de parafraseos y reformulaciones sintácticas pasa, en un segundo momento, a la labor solitaria de Thomas de corroborar todo el ritmo y énfasis en inglés. La etapa final consiste en leer y revisar la traducción sin el texto en español. Buscan que la obra se lea como “si hubiera sido escrito originalmente en inglés”. Así, esta tercera parte del libro incluye un documento del trabajo de traducción en colaboración que eran las obras de Borges en inglés. Todo un acápite registra ese proceso antes descrito junto a las pausas, las equivocaciones, la fricción de las anotaciones en el papel. No todos los traductores pueden tener al autor para consultarle y editar el contenido en la traducción y el original; menos aún, si el autor tiene tal dominio de ambos idiomas y conocimiento casi quirúrgico de las palabras.

Así, El aprendizaje del escritor también puede ser visto como un libro de ensayos de Borges. No cabe duda, era un buen orador; no solo por la conquistada facilidad de la palabra, sino, sobre todo, porque Borges se ensaya continuamente en sus respuestas. Se corrige, se detiene, se inquiere, se apiada a la vez que bromea y sentencia. “Debo disculparme con ustedes. No puedo evitar escribir: ¡es un mal hábito!”. Como quien saluda o pasea, vuelve con un amigable acicate sobre su interlocutor. “Sí, soy bastante incapaz de invención. Y debo recurrir a ese escritor menor sudamericano, Borges”. En el oficio de sus malos hábitos —la escritura, la lectura—, el entrevistado se alegra; le da cierto contentamiento verse esgrimiendo argumentos, abrazando su propia certeza frente a la de los más. Incluso, sigue cordial al tener que confrontar cardinalmente a otro o, incluso, al lidiar con los continuos elogios de Thomas. Borges no se despeina; se deja empinar. En los distintos contrastes, por momentos dramáticos, entre Borges y sus distintos interlocutores, desfilan perspicacias y desatinos, aparecen personajes, se transparentan dudas y preguntas de todo tipo. Así, a sus setenta y dos años, Borges comparte el ideario personal de sus conversaciones, pues en su oralidad es más que generoso con sus reflexiones. Estas conversaciones son un surtidor de imágenes, un espacio de encuentro, un significativo ejemplo de lo que ha sido para Borges la despeñada aventura de la literatura:

“Ser un escritor es, en un sentido, ser el que sueña despierto; vivir una suerte de doble vida […] De modo que el escritor se convierte en sí mismo perdiéndose a sí mismo —esa extraña doble vida, de vivir en la realidad tanto como se puede y al mismo tiempo de vivir en esa otra realidad, aquella que uno tiene que crear, la realidad de sus sueños. […] Todos tenemos el placer de la lectura, pero el escritor tiene asimismo el placer y la tarea de la escritura”.